VISITA NEFASTA                                            

Han transcurrido tres horas y la señora sigue sentada en su silla de ruedas. El calor exige a los pacientes abanicarse con sus propias manos y la secretaria continúa ocupada organizando papeles. La mejor opción es esperar.

Se abre la puerta y con el dedo el doctor señala que puede entrar la paciente. Les indica donde colocar la silla de ruedas. El tose, toma agua y se come una empanada. Intenta explicarle con señas que tiene hambre. Le suena el teléfono fijo y da información de sus servicios, suena un celular y la esposa le recuerda un dinero para pagar los trabajadores de la finca, se deduce por la respuesta; también le comenta estar preocupado por la cancelación de citas y disminución de pacientes. Teclea en un computador de pantalla grande ubicado en una mesa al lado del escritorio, llena cuadritos, se supone es la historia clínica, deletrea, susurra un sí, un no y dice aceptar, se oye el clic de la máquina. Enciende un portátil colocado a un lado del otro ordenador e introduce un cd sacado de una caja llena de ellos. Sin levantar la mirada del escritorio, pregunta por el nombre y número de cédula de la paciente. Se ríe, deja ver algunas migas de arroz en los dientes, se estira, se le ven los pelitos argollados del tórax. Levanta las manos encima de la cabeza y muestra las manchas amarillas en las axilas de la camisa. Suena una salsa y la tararea.          

Atormentada por la demora, la señora mira el reloj e interviene:

          -Es que me estoy quedando sorda, doctor. Tocándose la oreja izquierda.

          ¿Cuántos años tiene, abuela? Ahora levanta la cabeza y la mira.

          ¿Cómo doctor? repitame es que me estoy quedando sorda, le respondió la anciana

          ¿Qué- cuántos- años- tiene?

          -¡Ahh!, noventa doctor, noventa años.

          El médico se para sorprendido y ayuda a pasarla a la silla del examen. Se acomoda su lámpara de minero, le coloca un embudo de cobre en el oído señalado. Han pasado quince minutos. Por el orificio agrandado introduce una pinza delgada y filuda, presiona, ausculta, hace malabares y llama a la auxiliar para pedirle otra referencia de pinza. Pasados unos segundos le entregan una pinza en forma de hoz. Hace un nuevo intento y por fin extrae una bola parecida a una semilla de tamarindo, nacida. El tararea la salsa y le dice: ajá, con que teníamos una pelota escondida. La anciana se queja, llevándose la mano a la cabeza y dice entre dientes que siente algo de mareo. El doctor le dice que ya va terminar, al tiempo que empieza a envolver la raíz con la ayuda de la pinza filuda, enrolla, estira y enrolla de nuevo como una madeja de hilo.

          De un momento a otro la señora blanquea los ojos, se encoje en la silla y queda como en posición fetal. El médico la llama, la toca, regresa al computador un poco nervioso, escribe, tararea la salsa, vuelve, mira a la auxiliar y esta le advierte a la anciana que no se preocupe porque está en las mejores manos. El doctor, sigue enrollando la interminable raíz. Toma con las dos manos la cabeza desgonzada, la endereza, le da una palmada suave en la mejilla y le dice:

          -¿Abuelita, abue, abue, ahora- si- me- oye?

Tropieza con la silla, suelta la pinza, rueda la pelota y se desenvuelve la raíz en el consultorio.

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