IRENE Y OCTAVIO


CUENTO



Al abrir la puerta ratifiqué mi corazonada, zapatos regados en el piso, frutas podridas y cáscaras de banano encima de la mesa del comedor, recibos de servicios sin pagar, arena fina en el piso blanco de cerámica; como el sol calentaba a 40 grados busqué algo para refrescarme la garganta y en la nevera encontré una arepa enmohecida, medio vaso de leche,  una tajada de queso y la jarra del agua sudando sin líquido. Seguí hacia la alcoba y la cama sin tender, cortinas y ventanas cerradas con un fuerte olor a sudor seco.  Me tapé la nariz. Octavio empujaba mi equipaje sin hablar. Al fin lo miré y le dije:

-¡Deja las maletas ahí!

Se quedó pegado al piso, bajó la cabeza y se recostó contra la puerta. El lugar parecía haber sido objeto de un ciclón, quizá era el ciclón de mis pensamientos enfrentados con lo que encontraba después de cuatro meses de ausencia. Hice aseo de forma rápida y le pregunté:
-¿Octavio y la empleada porque no lo hizo?  
-No la contraté porque ya tú venías.

Y levantando la cabeza agregó:

-Te compre unas lindas flores y una botella de vino de bienvenida.

Lo dijo convencido de hacer algo importante. Fue por las flores y me las entregó. Sentí pesar por los dos.

Nos sentamos a mirar de arriba abajo las maletas y pensaba que en ellas había recuerdos, regalos e historias represadas, quería abrirlas y desaparecer la palabra del vocabulario, convertir el armario en parte de mi vida  para no volver a empacar jamás. En el silencio de ambos se vino a mi memoria un baúl azul y le dije:

-Mi primera maleta fue un baúl azul claro, de madera burda, debía caber lo estrictamente necesario para vivir en un internado. Tuve que salir de mi entorno a los ocho años por aquello de que “el colegio del pueblo no era apropiado para una niña como yo”, y a partir de ahí ilusiones, fracasos y éxitos han estado ligados a un baúl, a una maleta o a varias. Ya conoces la historia.

Se motivó al verme la cara de tristeza, abrió la botella de vino, trajo copas limpias,  organizadas en una bandeja y dijo:

-¿Será por eso que te gusta viajar, Irene? Y siguió:
-Yo al contrario prefiero un techo a un aeropuerto; no sé cómo podría resolver la lectura del periódico en otro lugar, me hace falta ver la misma gente, la ciudad, la comida y no encontraría las cosas en una maleta. Puedo insistir en una profesión así me produzca pérdidas; pensar de esa forma, aunque no lo compartas me permite vivir sin conflictos.

Mientras él hablaba yo reflexionaba sobre mis acostumbrados viajes de dos, tres y hasta cuatro meses, probablemente en respuesta a la teoría del baúl como también por el cansancio de verlo vagar como una sombra grande encorvada del computador al balcón y del balcón al computador, caminar inquieto de la cama a los asientos y viceversa estar, y nadie darse cuenta de su presencia. Además del agotamiento diario y ofensivo de lavarle la ropa, disponérsela en el armario, cocinar, hacer el mercado y ver pasar el calendario. Octavio guardó silencio, nos miramos sin vernos, cada uno en su propio mundo. Tomé fuerzas para decirle:

-No sé si adviertas pero después de cada regreso veo diferente, es como si en cada viaje los kilómetros recorridos fueran proporcionales a la lejanía del sitio de donde salí y con el pasar de los años los recuerdos se diluyeran como en la memoria senil. Antes extrañaba atravesar la plaza del pueblo vestida de rojo y en lugar de saludar dar la hora para mostrar mi nuevo reloj. Ahora en cambio, he confirmado que el sol no sale a la misma hora en el planeta y que al cruzar el meridiano podemos presenciar el día y la noche, sin amanecer, sin esa luz gradual que se escurre somnolienta por las rejillas de las ventanas y que nos permite ir despertando en el mismo sentido del reloj; me es imposible olvidar cómo se desgajan pétalos de una gran flor encima de uno y que al contacto con el medio, en fracción de segundos se convierten en nieve transformando el entorno azul en un blanco azulado. Luego de ver esos sucesos hasta el recuerdo del mar con el que crecí tiene actualmente otro sentido.

-Irene a mí me gusta que viajes, pero no como te sientes en este momento, dijo inquieto.

Con el segundo vino puse agua en el florero y le di las gracias. Octavio se paró y empezó a.…“vagar como una sombra grande encorvada del computador al balcón y del balcón al computador, ….” como solía hacer ante mí.

-Es inevitable sentirse así Octavio, le dije, quizá nunca lo comprendas.

Después de una hora me paré y salí hacia el cuarto. Pretendí decirle que recordaba nuestras citas en el parque lleno de árboles y vestida con lo mejor para él y que no obstante, hoy su compañía me producía inseguridad y ruido en el espíritu.


Fui por las maletas para amanecer en otro lugar.  

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