DE COMO SE REHACE UN ESCRITO
21 DE JULIO
Al abrir la ventana, una ráfaga de aire agrio se coló por mi nariz. Observé las casas con los techos desvencijados y su quietud perturbada por el gorjeo de palomas cuyo acelerado caminar por encima, pronosticaban la destrucción. Me detuve unos segundos. Estornudé. Agarré la manija y cerré.
Escogí el vestido amarillo, por aquello de la buena suerte y pasé a la ducha. Debía llegar a tiempo al Comité. Frente al espejo me di palmaditas en la cara. Abrí la llave y no encontré agua. Estornudé de nuevo. Hice lo indispensable y salí.
La falta de agua en el cuerpo presagia malestar. Sé que el sudor de la noche se convierte en olor ácido en la mañana, al medio día en almizcle y por la tarde, huele a chivo. Llegué al salón. Ahí, sentada a la cabecera de la mesa, la directora, se abanicaba con una carpeta. Tomé asiento al otro extremo. Ella organizó documentos, recogió su cabellera y cruzó las manos dejando ver un anillo morado y sus uñas largas, pintadas de rojo. Interrumpió una alarma de celular que indicó las nueve de la mañana. No presté atención, deseaba el primer turno para leer el editorial.
-Buenos días, habíamos acordado empezar a las ocho y son las nueve, la próxima vez avisan que van a llegar tarde, con eso nadie madruga, ¿ok?
Me sorprendí. Corrió un hilo de sudor por entre mis senos. Algunos habían llegado a las ocho, yo, antes de las ocho. Pensé en el refrán: el jefe manda, aunque mande mal. Lo importante del momento era el turno para dar a conocer la opinión.
¿Leyeron el editorial de hoy? Preguntó desafiante. Nadie respondió.
-Es el colmo no podemos continuar con empleados que no leen los periódicos, ¿piensan escribir sin leer la actualidad? además me han contado, que salen de este comité a murmurar sobre la política del periódico y aquí no lo dicen.
Se le notaba pálida, tomaba agua, se abanicaba y miraba por encima de los hombros. Pensé en la transformación del agrio. Primero vendría un olor a cobre, después a sulfuro, finalmente, monóxido de carbono para pasar al almizcle.
Y continuó:
-El que no crea en nosotros ahí tiene a la competencia. Pueden probar allá.
Seguía sin comprender. El sudor había bajado de la blusa y traspasaba la pretina de mi falda. Deseaba probar de su vaso de agua. Contaba el número de borradores rotos la noche anterior. Mis ganas de dar a conocer el texto y el sudor que iba pierna abajo, me hicieron hablar:
-Bueno… aquí la voz me salió en falsete, yo me leí el editorial y estoy de acuerdo en que no debemos permitir la excarcelación de asesinos o por lo menos los partícipes de masacres o delitos atroces, pero el gobierno también debería…
¿Cómo?, ¿que debería? Interrumpió y siguió. Acaso el gobierno nos va a decir qué va a hacer, qué ingenuidad, no pareces ser una periodista política. Quiero aclararles que ustedes están aquí por ser los mejores, como yo, que fui escogida, por méritos, pero no crean que por eso lo saben todo, aquí nadie sabe nada, todos tendrían que volver a la universidad por algo que les quedaron debiendo; necesitamos agudeza, creatividad, estudio, lectura, trabajo de campo e ir adelante en los acontecimientos, si queremos ser el periódico de avanzada.
Era inevitable la transformación de mi olor y al suceder sufriría una pena, se derrumbaría la idea de higiene y elegancia que creía tener. Y cuando fuera percibido ya no creerían en mi trabajo y mi puesto correría peligro, perdería el prestigio y no me contratarían; sería el final. El sudor bajaba de la ropa interior. Mis hormonas gritaban, intenté decir algo y la garganta cerró el paso del aire, las lágrimas saltaron y experimenté el sabor agrio de la mañana.
Las miradas estaban puestas en mí y la mía, en la nariz. Alfredo el más conciliador, intervino y le dijo que ella lo podía decir porque sus editoriales eran contundentes y de acuerdo con el momento. Soltó una carcajada relajada, además, usted, continuó Alfredo, debería aspirar a la Dirección General, por aquello de mujer, joven y pila. Mostró todos los dientes, batiendo su cabello hacia atrás.
Me tranquilicé al confirmar que aún no había pasado a la etapa del almizcle. Guardé silencio. Abandoné la idea del texto. Después de tres horas, sonó de nuevo la alarma en las doce en punto. Ella miró su reloj, se estiró como pelícano, tomó aire y volvió el color a sus mejillas.
-Bueno muchachos, -ahora ella con las palmas de las manos sobre la mesa-, hay que trabajar, duro y la conformidad nos lleva a la mediocridad, los espero para el próximo comité y en ese si vamos a discutir las propuestas editoriales de ustedes, se los prometo-. Bajó la temperatura de mi cuerpo. Cerré mi carpeta y salí. Caminé sin mirar. Después de dos horas de cavilar sobre mi grandeza maltrecha o mi pequeñez ampliada, sentí el olor. Regresé a casa para darme una ducha y volver a escribir para presentar un nuevo editorial.
Al abrir la ventana, una ráfaga de aire agrio se coló por mi nariz. Observé las casas con los techos desvencijados y su quietud perturbada por el gorjeo de palomas cuyo acelerado caminar por encima, pronosticaban la destrucción. Me detuve unos segundos. Estornudé. Agarré la manija y cerré.
Escogí el vestido amarillo, por aquello de la buena suerte y pasé a la ducha. Debía llegar a tiempo al Comité. Frente al espejo me di palmaditas en la cara. Abrí la llave y no encontré agua. Estornudé de nuevo. Hice lo indispensable y salí.
La falta de agua en el cuerpo presagia malestar. Sé que el sudor de la noche se convierte en olor ácido en la mañana, al medio día en almizcle y por la tarde, huele a chivo. Llegué al salón. Ahí, sentada a la cabecera de la mesa, la directora, se abanicaba con una carpeta. Tomé asiento al otro extremo. Ella organizó documentos, recogió su cabellera y cruzó las manos dejando ver un anillo morado y sus uñas largas, pintadas de rojo. Interrumpió una alarma de celular que indicó las nueve de la mañana. No presté atención, deseaba el primer turno para leer el editorial.
-Buenos días, habíamos acordado empezar a las ocho y son las nueve, la próxima vez avisan que van a llegar tarde, con eso nadie madruga, ¿ok?
Me sorprendí. Corrió un hilo de sudor por entre mis senos. Algunos habían llegado a las ocho, yo, antes de las ocho. Pensé en el refrán: el jefe manda, aunque mande mal. Lo importante del momento era el turno para dar a conocer la opinión.
¿Leyeron el editorial de hoy? Preguntó desafiante. Nadie respondió.
-Es el colmo no podemos continuar con empleados que no leen los periódicos, ¿piensan escribir sin leer la actualidad? además me han contado, que salen de este comité a murmurar sobre la política del periódico y aquí no lo dicen.
Se le notaba pálida, tomaba agua, se abanicaba y miraba por encima de los hombros. Pensé en la transformación del agrio. Primero vendría un olor a cobre, después a sulfuro, finalmente, monóxido de carbono para pasar al almizcle.
Y continuó:
-El que no crea en nosotros ahí tiene a la competencia. Pueden probar allá.
Seguía sin comprender. El sudor había bajado de la blusa y traspasaba la pretina de mi falda. Deseaba probar de su vaso de agua. Contaba el número de borradores rotos la noche anterior. Mis ganas de dar a conocer el texto y el sudor que iba pierna abajo, me hicieron hablar:
-Bueno… aquí la voz me salió en falsete, yo me leí el editorial y estoy de acuerdo en que no debemos permitir la excarcelación de asesinos o por lo menos los partícipes de masacres o delitos atroces, pero el gobierno también debería…
¿Cómo?, ¿que debería? Interrumpió y siguió. Acaso el gobierno nos va a decir qué va a hacer, qué ingenuidad, no pareces ser una periodista política. Quiero aclararles que ustedes están aquí por ser los mejores, como yo, que fui escogida, por méritos, pero no crean que por eso lo saben todo, aquí nadie sabe nada, todos tendrían que volver a la universidad por algo que les quedaron debiendo; necesitamos agudeza, creatividad, estudio, lectura, trabajo de campo e ir adelante en los acontecimientos, si queremos ser el periódico de avanzada.
Era inevitable la transformación de mi olor y al suceder sufriría una pena, se derrumbaría la idea de higiene y elegancia que creía tener. Y cuando fuera percibido ya no creerían en mi trabajo y mi puesto correría peligro, perdería el prestigio y no me contratarían; sería el final. El sudor bajaba de la ropa interior. Mis hormonas gritaban, intenté decir algo y la garganta cerró el paso del aire, las lágrimas saltaron y experimenté el sabor agrio de la mañana.
Las miradas estaban puestas en mí y la mía, en la nariz. Alfredo el más conciliador, intervino y le dijo que ella lo podía decir porque sus editoriales eran contundentes y de acuerdo con el momento. Soltó una carcajada relajada, además, usted, continuó Alfredo, debería aspirar a la Dirección General, por aquello de mujer, joven y pila. Mostró todos los dientes, batiendo su cabello hacia atrás.
Me tranquilicé al confirmar que aún no había pasado a la etapa del almizcle. Guardé silencio. Abandoné la idea del texto. Después de tres horas, sonó de nuevo la alarma en las doce en punto. Ella miró su reloj, se estiró como pelícano, tomó aire y volvió el color a sus mejillas.
-Bueno muchachos, -ahora ella con las palmas de las manos sobre la mesa-, hay que trabajar, duro y la conformidad nos lleva a la mediocridad, los espero para el próximo comité y en ese si vamos a discutir las propuestas editoriales de ustedes, se los prometo-. Bajó la temperatura de mi cuerpo. Cerré mi carpeta y salí. Caminé sin mirar. Después de dos horas de cavilar sobre mi grandeza maltrecha o mi pequeñez ampliada, sentí el olor. Regresé a casa para darme una ducha y volver a escribir para presentar un nuevo editorial.
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